El periodismo que hago es esencialmente de opinión. Por eso, el título de cada tema que trato diariamente está bajo la cubierta de mi nombre. Con ello les aclaro de antemano a los lectores que lo que van a leer es mi criterio, esté equivocado o no, les guste o les disguste. Lo mismo ocurre con el que hago en televisión. Ese es un derecho que ejerzo a plenitud y no me acomodaría a otro modelo de ejercicio, porque mi carrera en el diarismo cesó hace tiempo y estoy desfasado con respecto a los cambios tecnológicos que han transformado los diarios.
De modo pues que no necesito escudarme en el ropaje de la imparcialidad. No soy ni seré imparcial, porque supondría simular indiferencia frente a cosas en las que no creo. No soy ni siquiera neutral debido a que intentarlo significaría dejar de mirar la realidad y no hacer nada para evitar que el país caiga en el caos o retorne a un pasado que se resiste a morir.
Diferente es con los medios, especialmente los periódicos. Disfrazar opiniones editoriales en reportajes y crónicas del acontecer cotidiano, no es nada ético y supone una falta de respeto al público. Un periódico o una estación de televisión tienen pleno de derecho a sustentar posiciones definidas sobre la vida política, económica, social, cultural y deportiva, y es bueno para la democracia que así sea. En muchos países democráticos, los diarios y las estaciones de televisión, EUA por ejemplo, tienen posiciones conocidas. Pero en la cobertura de las noticias se esfuerzan por ceñirse a los hechos.
Esa es la diferencia entre un buen y un mal periodismo. Yo no tengo que hacerlo, porque no hago periodismo informativo ni busco simpatías. Mi área es la opinión y no sería justo que disimulara lo que pienso. Por eso no incursiono en el ámbito informativo y creo firmemente que la discusión abierta y sincera de las ideas políticas es y será siempre el mejor aporte al crecimiento democrático (Publicado en sept.2019).
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